Contundente y triste victoria (Gonzalo Rojas 4.12.17)

En este breve articulo Gonzalo Rojas hace un balance de las recientes elecciones judiciales. Por un lado está una impresionante movilización popular y por otro el desprecio del oficialismo hacia los resultados.

Acabamos de concurrir a los urnas para, formalmente, elegir magistrados del órgano judicial del país. Sin embargo, es inocultable su vinculación con otro hecho de la mayor importancia y gravedad: en la misma semana, el martes 28 de noviembre el Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP) a  un mes de cesar en sus funciones, hizo conocer el fallo que da curso al pedido de algunos miembros del oficialismo de hacer prevalecer un supuesto derecho humano del presidente del Estado por encima de la restricción del Art. 168 constitucional que prohíbe más de un par de periodos continuos en esas altas funciones. Como es sabido, además está vigente el resultado del del referéndum  del 21F 2016 cuando la ciudadanía le negó la posibilidad de anular dicha restricción perfectamente coherente con la existencia de una presidencia institucional.

Los resultados de esta reciente consulta muestran algo más de la mayoría absoluta de votos emitidos por el “nulo” que sumados a los “blancos” representan 2/3 de los votantes. Por tanto, solo el tercio dieron su respaldo a alguno de los postulantes que son los “votos válidos”. En una elección cualquiera esto ya es preocupante, en la actual, que reitera–agravados- una tendencia de la vez anterior (2011) no solo es preocupante sino está mostrando una situación de crisis. No del sistema judicial, que desde luego está y hace tiempo, sino del sistema político.

La inadmisible ceguera del oficialismo que repite que “se respeta el resultado del 21F” solo porque no hubo reforma constitucional –y sí la triquiñuela del TCP- que de aplicarse ese fallo que omite referencia al 21F es lo que está trasuntando el profundo malestar que no puede atribuirse a conspiración alguna. Esto es lo que subyace en la impresionante movilización ciudadana para expresar el voto nulo, incluida la supervisión y resguardo de los escrutinios que hacen inocultable ésta tendencia, la del rechazo al régimen, incluida la innovación de elegir jueces. No es forzada esta interpretación. lo dicen líderes de opinión, los activistas ciudadanos y los mismos ciudadanos y ciudadanas que con las fotos de sus papeletas anuladas circulan en las redes de manera apabullante.

Pero hay algo triste en ello. Si bien es de admirar el compromiso ciudadano para hacerse escuchar en su protesta en las urnas, como formalmente el asunto es la elección de jueces, el sistema político puede –obtusamente- ignorar este clamoroso signo. Y esto está haciendo, según las declaraciones de los habituales voceros del oficialismo, incluidos los mandatarios principales. Esta incapacidad para hacerse cargo de tan estruendosa derrota pone en entredicho gravemente la continuidad de la vida democrática del país. Ya se han escuchado proclamas que piden privilegiar otro tipo de recurso de protesta, que de ponerse en marcha seguramente traerán violencia y luto. Porque autoconvencidos de la lejana legitimidad del “proceso de cambio”, los actuales miembros del oficialismo son, hasta ahora, incapaces de procesar inteligentemente los datos de la reciente concurrencia electoral.

*Gonzalo Rojas Ortuste es politólogo, profesor e investigador del postgrado de la universidad pública.

Ciudadanos ante resolución del Tribunal Constitucional (29.11.17)

En 2005 Evo Morales fue elegido presidente. Hoy, se ha convertido en tirano. El primer tirano del siglo XXI. Depende de nosotros que sea el último.

Declaramos que no reconocemos la resolución del Tribunal Constitucional porque viola la Constitución y la voluntad popular porque recordamos que Bolivia dijo NO el 21 de febrero de 2016. Pero, al mismo tiempo, establecemos que no enfrentaremos la ilegalidad con la violencia irracional, sino con la resistencia democrática. Por tanto, desde hoy declaramos que vamos a intervenir en todos los espacios democráticos y que no vamos a caer en la trampa dictatorial del gobierno.

Por eso, hoy llamamos a todos los colectivos ciudadanos a defender la democracia. Por eso, hoy demandamos a todos los partidos democráticos, a la Asamblea Permanente de Derechos Humanos, a la Central Obrera Boliviana, a los Comités Cívicos, a los pueblos indígenas, a las comunidades campesinas, a las Juntas Vecinales, a los dirigentes políticos, organizarnos de manera unitaria con una sola voz. Por eso, hoy exigimos a todos los ciudadanos y ciudadanas reunirnos en una sola voluntad nacional.

Porque el MAS ha roto nuestra bandera, ha roto nuestra democracia. Y por consiguiente, hoy salimos a las calles nuevamente no sólo para defender la democracia, sino para reconquistarla. Porque la democracia es nuestra, no del tirano. Por eso mañana jueves 30 de noviembre iniciaremos esta resistencia con una marcha de repudio a la reelección indefinida. Por eso el 3 de diciembre continuaremos esta lucha votando nulo. Para que el 2019 refundemos la democracia, la verdadera democracia boliviana.

Foto: gentileza de Satorie Gigie

Jorge Lazarte analiza al TSE frente al voto Nulo (Pagina Siete 26.11.17)

En este último artículo, con el cual cerramos la serie sobre las elecciones judiciales, nos concentraremos en el papel desempeñado por el Tribunal Supremo Electoral (TSE) en dos ámbitos claves.

En uno primero, cómo interpretó el fracaso del proceso electoral de 2011, y qué decisiones ha asumido para asegurar un curso distinto en las elecciones próximas de diciembre. Y en uno segundo, cómo se ha situado con respecto al voto “nulo”, cuya importancia estratégica ha motivado un debate, el cual no es muy común en ningún otro país.

Las elecciones de 2011

Según el TSE el fracaso de las elecciones de octubre de 2011, cuyos  votos “nulos” fueron superiores a los votos válidos, se debió a factores logísticos. Con el fin de revertir esta anomalía y evitar  la “confusión” de la ciudadanía por la “falta” de información sobre los “méritos” de los postulantes, propuso a la Asamblea Legislativa Plurinacional (ALP) modificar algunos artículos de la ley electoral.

Estas modificaciones debían generar espacios de “diálogo” y de información. Pero como a la vez el Tribunal no cuestionaba la prohibición de realizar “campañas”, entraba en contradicción: no era posible conjugar una cosa con la otra: no se podía garantizar la libertad de información y simultáneamente restringirla indebidamente.

La ALP  fue menos conservadora y autorizó la realización de “conversatorios”,  y de “debate público” -que es más que un simple “dialogo”- pero tampoco pudo escapar a la contradicción.

Decidió que la apertura al “debate” debía limitarse a la difusión de las “capacidades” y la “trayectoria” de los candidatos, a los cuales, sin embargo, no se les permite “emitir opinión”  que “favorezca o perjudique” a otros postulantes, ni “solicitar” el voto.  Es decir, conforme a las modificaciones,  puede haber “debate” pero no “campaña”, lo que no  es consistente.

Con arreglo a estas “mejoras”, el TSE aprobó, con el “apoyo especializado” de la UNESCO, un “nuevo” reglamento que es ciertamente  menos punitivo que el anterior e intenta ser más permisivo y más afirmativo. Con todo, tampoco el reglamento escapa al impase y tampoco podría, por ser de menor jerarquía: no basta con proclamar el reconocimiento del derecho a la información, la comunicación y la “deliberación” para restaurar los principios internacionalmente aceptados para calificar un proceso electoral como “auténtico”, si al mismo tiempo sigue vigente la prohibición constitucional y legal de hacer campaña.

En lo que sí hubo un giro notable fue en  departamentalizar  la composición del Tribunal Constitucional, en contradicción con el carácter “nacional” del mismo.

Una vez hechas las adecuaciones regulativas, el TSE afinó sus objetivos y puso en marcha su estrategia de “comunicación” con grandes recursos y medios para inundar el país con “información” selectiva sobre los “méritos” de los candidatos. En los spots,  los candidatos  se  complacen en listar los diplomados obtenidos en el mercado floreciente de títulos, y en repetir hasta el hastío artículos constitucionales y de ley muy obvios, lo que no proporciona ningún conocimiento sobre lo que valen .

Sobre el voto nulo

Pero a la vez el TSE se ha esmerado en descalificar el voto nulo y desactivar su potencial disruptivo en sus dos niveles: en el político y en el legal. En el político porque debe evitarse que el voto “nulo” sea nuevamente masivo y no marginal, y peor aún, mayoritario respecto al  voto “válido”.

Y en el legal, por la alquimia de ser una cosa para convertirse en otra, reforzada por el sentido que le otorga al voto nulo la Ley del Régimen Electoral en vigencia. Para el caso en esta ley existen dos artículos distintos. Un artículo (el 169 c)  hace referencia al voto “nulo” en su sentido usual,  y que como tal figura aritméticamente en el acta de escrutinio. El  otro, que es  el 161. I, le reconoce una significación al voto “nulo” que está ausente en toda la legislación comparada y en la legislación nacional pasada. Este segundo artículo conceptualiza el voto “nulo” como una manera de “manifestar” la “voluntad” del elector, junto al voto “válido” y al voto  “blanco”. Es decir, y  en primer lugar, el voto “nulo” sería  del mismo rango que el voto “válido”, pues  ambos “expresan” la voluntad del elector.

Con ello, y en segundo lugar, el artículo 161, I ha  elevado la categoría de ser  “nada” del voto “nulo” a la categoría  de “ser” algo: la de ser   parte de la voluntad popular y soberana,  que se  expresa de una cierta manera.  Ya no es la  pura  negatividad, susceptible de anulabilidad por no haberse votado “bien” siguiendo las pautas establecidas; ya no es el “mal” voto,  sin valor, de  “rechazo”, sino que expresa “positivamente” que no se está de acuerdo con los candidatos que le han sido propuestos  y ni con el sistema que los ha producido.  En este sentido, el voto “nulo” vale.

Este reconocimiento tiene o puede tener consecuencias no sólo políticas sino legales, que rebasan el marco tradicional. El que el voto “nulo” pueda ser  mayoritario respecto a los votos válidos y valer como “manifestación” de la “voluntad” del elector con el mismo rango que el voto “válido”, puede cuestionar la validez de la votación. Y así el voto “nulo” se convertiría no sólo en fuente fáctica sino jurídica de invalidación  de los resultados electorales. Todo esto sería congruente con su condición de ser una “manifestación” de la voluntad del elector, que es tanto como decir soberanía popular, inalienable e inderogable.

Sin embargo, de estas implicaciones el órgano electoral no sólo  ha persistido en negar esta nueva realidad legal del voto “nulo”, sino que varios de sus vocales lo  han interpretado al revés, como una negación de la democracia,  e insistido en que  votar “bien” consiste en optar por una candidatura de las listas impuestas por el Gobierno. Es decir, no sólo no se cumple con el deber de señalar que el voto “nulo” vale, sino que además en los hechos todo su plan de información favorece a los candidatos del Gobierno. Las amenazas de sancionar a los que convocan a votar “nulo” tienen el mismo propósito, pero carecen de  fundamento jurídico y son una imposibilidad práctica.

¿Cuál es el juego del TSE, que hace posible que el Gobierno se ocupe ante todo de presionar por la reelección consecutiva, y no interferir en el proceso, como lo hizo en 2011?

Por último, si al proceso electoral ya contaminado sumamos el hecho de que se votará con un padrón biométrico no auditado; en asientos y mesas electorales que han crecido desmesuradamente en los últimos años; sin delegados de mesa con facultades legales de fiscalización; entonces las llamadas “democracias en ejercicio” que tanto aficiona el Órgano Electoral, no son en absoluto homologables a la idea de democracia de las cartas, convenciones y pactos internacionales. Es la democracia “populista”  que mata la democracia  de los derechos garantizados y  hace imposible la justicia “justa”.

Prohibición de hacer campaña, Lazarte (12.11.17)

El autor hace un análisis y opiniones sobre las elecciones judiciales que se avecinan. En esta nota señala que la prohibición constitucional de hacer campañas electorales viola los mismos derechos que la Constitución garantiza.

En cuanto despuntaron  las críticas sobre la pertinencia y las eventuales patologías del voto universal para elegir magistrados, los que redactaron la Constitución Política del Estado (CPE) incorporaron recaudos y restricciones, que ni la comisión respectiva ni la Constituyente en pleno tuvieron ocasión de debatir.

El más relevante fue sin duda el artículo 182, III que prohíbe a los postulantes a los cargos judiciales realizar campaña electoral. Esta prohibición no existía en el proyecto de Constitución aprobado en Sucre y fue incorporada  discrecionalmente antes de la plenaria en Oruro. A su vez, el texto de Oruro es igualmente distinto del aprobado posteriormente por el Congreso, que extendió la prohibición de hacer campaña a cualquier persona y con ello agravó el problema de la democraticidad del proceso.

Garantías de las que gozan las campañas

Sucintamente  puede decirse que un proceso electoral es un conjunto de etapas y actividades reguladas que tiene por objeto el ejercicio del voto.  Pero se trata del ejercicio del voto en  elecciones «auténticas”, como subraya la Carta de Naciones Unidas y otros documentos posteriores, cuyo carácter «genuino” depende del reconocimiento y la efectividad de la «libertad de opinión y de expresión”, que hay que entender, según esta misma Carta (artículo 19), como un derecho  a » investigar y recibir información y opiniones, y de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”. Este derecho junto al  de «reunión y de asociación” (artículo 20) son condiciones «esenciales” para el ejercicio del voto, asegura a su vez el Comité de Derechos Humanos de la ONU, en consonancia con otros documentos internacionales.

Este mismo comité ha explicitado el alcance de  estas declaraciones,  afirmando sin equívocos que la libertad de expresión es «fundamental” para el ejercicio del derecho al voto y que la libre comunicación de información y de ideas quiere decir comentar cuestiones públicas «sin censura ni limitaciones”,  «debatir”, «criticar”, hacer «campaña electoral” y «propaganda política”.  Estos  derechos, apunta el comité, están garantizados por los artículos 19, 21 y  22  del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y que, por tanto, cualquier «sistema electoral” debe ser «compatible” con los derechos amparados por el  artículo 25 del Pacto Internacional.

O dicho de otra manera,  el «voto” en democracia  es  el «derecho” a  «participar libremente” en los asuntos públicos y en la formación de una voluntad colectiva. Por esta razón, «es capital”, de acuerdo con la reconocida Comisión de Venecia, que la «campaña electoral” se desarrolle en un ambiente que garantice  la «libertad de expresión, de asociación y de reunión”, cuya ausencia puede dar lugar a «reclamaciones” y son «recurribles”, según el Pacto Internacional (artículo 3 a). A su turno,  el Pacto de San José, al reconocer  estas libertades como  derechos (artículo 13, 15, 16), pone especial énfasis en  que la libertad de expresión no puede  estar sujeta a «censura”.

Las restricciones  a las que alude el párrafo 3  del artículo 19 del Pacto Internacional, como el respeto al honor de las personas, en «ningún caso” deben poner en «peligro” -advierte el mismo Comité de Naciones Unidas- el derecho propiamente dicho  ni «obstaculizar” el «debate público” y no es aceptable hacer valer leyes que «supriman”  información de interés público legítimo. Tales restricciones deben ser «proporcionales” y con la menor cantidad de efectos perturbadores para conseguir el resultado deseado. Ahora bien, está claro que la restricción establecida en la CPE (mencionada más arriba) es radicalmente «desproporcional” con respecto al objetivo buscado de evitar la «politización” y las patologías del proceso electoral, pues el haber eliminado la «campaña electoral” es una  violación flagrante de los derechos civiles y políticos fundamentales declarados  «inviolables”.

Mas transgresiones

La  prohibición  constitucional  alcanza  también  a los medios de comunicación. Impedir  publicar libremente  es incompatible con el artículo 19 del Pacto Internacional  que se refiere a la «libertad de buscar, recibir y difundir información e ideas de toda índole”, y riñe con  los postulados del Comité de Derechos Humanos, según los cuales   el ejercicio de los derechos políticos  comporta  la existencia de una prensa y de medios libres capaces de «comentar” cuestiones públicas «sin censura”;  que la libertad de opinión y expresión incluye el  derecho a «buscar”, «recibir” y «difundir” informaciones e ideas o formular «comentarios” «sin limitación de fronteras” sobre temas políticos  y públicos, discusión sobre derechos humanos, campañas de «puerta a puerta”, etc. La libre comunicación de información e ideas entre  ciudadanos y candidatos es «indispensable”.

El  artículo 182, III de la Constitución de Bolivia viola en Derecho y en los hechos unos derechos civiles sin los cuales no es factible el ejercicio pleno de los derechos políticos. No hay Constitución del mundo que incurra en esta doble violación.

Pero el alcance  de la cláusula prohibitiva es de tal magnitud  que la Constitución  termina violándose a sí misma, pues ella reconoce que los derechos fundamentales  son «inviolables” y, que  por esta razón, el Estado  debe «proteger ” y «garantizar” su ejercicio. Esta violación es tanto mayor cuanto que la misma Constitución prescribe que el goce de esos derechos no puede suspenderse en «ningún caso”, aún si  se tratara de «estados de excepción”.

Sobre esta base constitucional, la Ley del Régimen Electoral y el reglamento se explayaron en desarrollar el componente  punitivo «in crescendo”. Cuanto más se sale de la Constitución,  se pasa por la ley y  se llega al reglamento, las reglas se hacen más punitivas, hasta entrar  en contradicción consigo mismas. La CPE sólo contempla la sanción a los candidatos y personas particulares; en la ley la sanción se extiende a los medios, y en el reglamento se especifica que las sanciones son pecuniarias y arrestos. Las correcciones posteriores solo son periféricas.

Lo inusitado  de todo este andamiaje es que quien pretenda ejercitar ciertos derechos considerados «inviolables” sea objeto de  sanciones por esto. Por ello no deja de producir perplejidad  que este aspecto tan decisivo apenas haya sido cuestionado en el país. ¿Es la debilidad de la idea de democracia como régimen de derechos y garantías, y la fortaleza de la democracia «populista”?

Esta disociación entre proceso electoral sin campaña electoral es tan chocante aun para nuestros hábitos tradicionales, que su  incumplimiento  pone en figurillas al Órgano Electoral.

En estas condiciones es más pertinente que nunca recordar que en materia de derechos, los tratados y pactos internacionales son de aplicación preferente respecto a las prohibiciones de la Constitución. ¿Un proceso electoral que viola tanto  derechos fundamentales  puede ser  reputado «democrático” sin degradar la idea misma de la democracia?

 

Escombros del «experimento judicial», de Jorge Lazarte (19.11.17)

Este artículo fue escrito por Jorge Lazarte, politólogo y notable de la anterior Corte Nacional Electoral. Fue publicado en Página Siete (19.11.17). Pertenece a una serie de artículos sobre el sistema judicial de este autor. Interesa por su diagnóstico, análisis y eventual horizonte ante las elecciones judiciales del 3 de diciembre.

La afirmación que se escucha  casi a diario, y con razón, de que la “justicia” está peor que nunca, solo puede querer decir que la ocurrencia de recurrir al voto universal para elegir los altos magistrados del sistema judicial ha fracasado doblemente: fracasó en la elección y fracasó en el desempeño de los “elegidos”.

Fracaso del proceso

En cuanto a lo primero, si sumamos las falencias del proceso electoral los derechos que se violan y las prohibiciones que abundan, los candidatos oficialistas y de escasa relevancia pública, un órgano electoral salido de una chistera, de dudosa credibilidad y responsable de las fallas administrativas y logísticas, y el sentimiento colectivo ampliamente difundido de que se jugaba con dados cargados, entonces se comprende que el resultado de la votación de octubre de 2011 haya sido un desastre, sin parangón no solo en toda la historia electoral del país, sino en la experiencia internacional.

El desastre electoral se patentizó en la relación inusual entre votos válidos y no válidos. Los votos no válidos (59%) fueron superiores a la suma de los votos válidos (40,7%). Es decir, los candidatos fueron rechazados mayoritariamente. Si desagregamos este resultado por ramas judiciales y nos referimos  al  Tribunal Constitucional -órgano jurisdiccional tan decisivo en la tutela de los derechos- el desastre fue más catastrófico aún. El candidato a este Tribunal más votado obtuvo sólo el 15,5% de los votos válidos; el siguiente, 10,4%, y la última candidata 5%; el promedio de los siete “elegidos” fue de 7,9%.

Este rechazo tan contundente no fue un impedimento, sin embargo,  para que el Gobierno, eufórico, anunciara con fanfarrias que con la “elección” de los nuevos magistrados estaba naciendo una “nueva” justicia, que pondría en marcha la “revolución” judicial. Ni tampoco  fue un disuasivo para que los magistrados del “pueblo”, muy sueltos de cuerpo,  alegaran que habían sido “elegidos” por “el pueblo”.

Unos y otros desvelaban lo que valía para ellos la “democracia”, aún en su sentido tradicional.

En su descargo puede decirse que la fórmula legal de conteo de votos los amparaba. Solo que ésta es una legalidad que en este caso reñía con el sentido común, abriéndose una brecha entre ella y la legitimidad, que le fue negada. En democracia ambas categorías (legalidad y legitimidad) deben aproximarse y no lo contrario.

Fracaso del producto

En cuanto al segundo fracaso, puede decirse que el desempeño en la calidad e idoneidad de los “elegidos” en la administración de justicia fue otro desastre. El contexto de descrédito del proceso de votación fue un poderoso disuasivo para que juristas de calidad en el país no acudieran a presentar sus candidaturas, pero sí lo hicieran abogados muy cercanos al poder -muchos de ellos cuando atravesaban  la primera etapa de su carrera-, promovidos  por “organizaciones sociales” cooptadas por el Gobierno, que creían que esos espacios de poder les pertenecía como coto privado. Se postularon a asesores jurídicos y personal de confianza pero de escasa formación.

Luego se intentó atenuar la ausencia de calidad con asesorías para cada magistrado  financiadas por la cooperación internacional. En el Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP), según datos conocidos, cada magistrado tenía 11 asesores y dos abogados. Las planillas de gastos del TCP crecieron en más del doble el primer año; su personal se triplicó en menos de tres años. Y cuanto más crecía en estos rubros, más bajaba su solvencia pública.

Esta  abrupta llegada de “magistrados” improvisados a las más altas esferas de la justicia institucional, los impulsos liberados por el entusiasmo de creerse “elegidos”, provocaron un ríspido y poco respetuoso  relacionamiento entre muchos de ellos (con excepciones que no se  recuerdan): denuncias públicas permanentes, acusaciones mutuas, procesos judiciales, golpes internos de poder, conflictos sobre viajes ,    rencillas personales incontrolables, declaraciones altisonantes, etc.; los cuales, por su surrealismo, escandalizaron al país, hasta que éste se habituó  a ellos.

Un entramado tan poco edificante y nada compatible con la dignidad del cargo provocó la condena pública. No sólo que un 66% de los consultados por una encuesta reprobaba la justicia; lo lapidario era que un 56% juzgaba que la justicia  estaba “peor” desde las elecciones judiciales del 2011. Una encuesta mundial de Worl Justice Proyect (2016) confirmaba este descalabro y colocaba a la justicia boliviana entre las diez de menor confianza de 113 países, junto a Venezuela, el más bajo, y cerca de Uganda, Pakistan y Zimbabwe.

Ambos fracasos fueron como abrir la caja de Pandora y dejar salir a los viejos y nuevos demonios: las lagunas o vacíos de formación de los jueces, las deficiencias de los mecanismos de elección, los huecos en la enseñanza universitaria, la incuria administrativa, los prevaricatos y las venalidades de siempre, la escasa cultura jurídica de un  país, tan afecto a la vía expeditiva (37% cree que el linchamiento es un derecho). No es, pues,  un azar que Bolivia figure entre los países en los que menos se  apoya al Estado de Derecho en América Latina.

Peor que nunca

Fracasó la apuesta del gobierno de “descolonizar el derecho y nacionalizar la justicia” (2007). Y fracasó con estrépito la revolución judicial “populista” fraguada en la Constituyente. La caja abierta arrasó con casi todo, y poco ha quedado en pie. La aspiración nacional de tener una justicia creíble y confiable,  está hoy más lejos que nunca. La que sí le fue exitosa fue la estrategia gubernamental de controlar el “poder”  judicial, que le fue funcional de manera selectiva.

Y como los males no suelen venir solos, este deprimente cuadro se cierra, a modo de epitafio, con magistrados con procesos radicados en la Comisión de Justicia Plural de la Cámara de Diputados, a la espera de una decisión política: de los 28 magistrados del Órgano Judicial y del Tribunal Constitucional, 17 enfrentan 84 procesos de responsabilidad, con denuncias de manipulación de cargos, prevaricato, uso indebido de influencias, falsedad ideológica y material, asociación delictuosa, extorsión, entre las más notorias.

Varios de estos procesos o denuncias proceden de unos magistrados contra otros. En cuanto a jueces y fiscales, los cargos contra ellos por diversos delitos son legión y están radicados en otras instancias.

Este es el saldo final de una experiencia que ni en los momentos de mayor delirio habría sido posible imaginar. Sobre los escombros hay necesidad de reconstruir el sistema judicial inspirado en un modelo distinto al improvisado en la Constituyente y con operadores a los cuales las exigencias de imparcialidad, independencia, idoneidad  y alta moralidad no sean trajes demasiado grandes. Pero está claro que la revolución para una justicia “justa” debe empezar en la cabeza de los que tienen el poder en sus manos.